Desde la tarde que me suspendieron la
incomunicación y salí del calabozo para recibir en el patio un poco de
sol y de brisa salobre, la valla adquirió su dimensión de reto. Cuando
regresé al calabozo ya me había penetrado la obsesión de la fuga. Mi
corazón no estaba resignado a soportar la servidumbre del tiempo
detenido. Por eso, el reto de la vida tenía la forma de esa cerca
metálica, de no más de cinco metros de altura, enclavada en el patio de
la prisión. Del otro lado se encontraba la continuidad del tiempo y la
promesa de una libertad azarosa y mezquina. Era mi deber intentarlo.
Cada vez que salía al patio durante esa hora vespertina, mi intención se
fijaba en tratar de precisar cuál podía ser el punto más vulnerable de
la valla, según la colocación del guardia (el puma) y el momento más
propicio para saltarla. Era una jugada que requería de tres elementos
para ser perfecta: ingenio, velocidad y testículos. Para no considerar
la acción descabellada, debía descartar también la mala suerte. Por ese
motivo escogí, para intentarla, el día más beneficioso de mi calendario:
el 17.
Entre mi proposito de fugarme (y
seguramente el de otros compañeros que caminaban pensativos por el
patio) y su feliz consumación, se interponía la dura y atenta mirada del
puma que siempre mantenía la submetralladora sin asegurador. Era un
hombre en el que fácilmente se podían apreciar la fiereza y la rapidez
de decisión. Por su aspecto físico resultaba un llamativo híbrido
racial: una piel parda, curtida por el mucho sol, ojos grises de brillo
metálico y el pelo marrón ensortijado.
La única ocasión que me aproximé con
temeridad hasta la línea límite, marcada a unos dos metros antes de la
valla, se escuchó un seco y amenazador grito del puma: ¡alto! (Supe por
otros prisioneros más antiguos, que alguien al intentar saltarla,
recibió una ráfaga en las piernas). Después del incidente hice algunos
esfuerzos por cordializar con el guardián, tratando, de este modo, de
ablandar su atención, pero el puma no permitía el dialogo ni siquiera a
distancia. Estaba hecho para ese oficio, sin remordimientos. Lo máximo
que obtuve de él, fue que en un día de navidad me lanzara un cigarrillo a
los pies desde su puesto.
Durante cinco años, mi plan de fuga se
quedó en la audacia de lo imaginado. Por mi buena conducta fui
transferido del calabozo a una celda colectiva, hasta que el almanaque
puso fin a la espera y obtuve la costosa libertad de forma legal y
burocrática. Regresé así a la normalidad calumniada que tanto
despreciamos.
De nuevo el tiempo había recuperado su
perdido sentido y mis reflejos comenzaron a adaptarse nuevamente a la
prisa de la ciudad. La memoria de los días inmóviles se fue
desdibujando. Pero una noche, durante un sueño intranquilo, reapareció
la valla con su reto. Al principio logré asimilarlo como uno de esos
indeseables recuerdos que con mucho empeño logramos finalmente
desgrabar. Pero la misma visión comenzó a repetirse cada vez más
intensa, hasta transformarse en un signo alarmante que surgía en
cualquier situación. Eso me hizo detestar mi suerte: la libertad no era
más que una simulación, porque yo había quedado prisionero de la valla y
del miedo a saltarla.
Una mañana decidí visitar la prisión y
solicité hablar con el puma (Plutarco Contreras, era su nombre). Me
recibió cordialmente y hasta mostró agrado cuando le dije que tenía
buena readaptación a la nueva vida, que me desempeñaba como vendedor de
enciclopedias y estaba a punto de casarme. También a mí me sorprendió
favorablemente no encontrar en sus ojos la antigua dureza. Volví a verlo
en varias ocasiones y se estableció entre nosotros un relación
amistosa. Una vez lo esperé hasta que terminó sus obligaciones,
conversamos un rato y yo le ofrecí como regalo un llavero de plata con
la cara de un puma. Antes de irme, con recelo le pedí un favor, él
estuvo de acuerdo y comprensivo con mi solicitud.
Cuando entramos al patio, su mano
descansaba con afecto en mi hombro. Después él se colocó en su sitio
habitual de vigilancia, mientras yo (exactamente como lo había pensado
durante años) me trepé por la valla metálica y salte hacia el otro lado
del tiempo. Al caer, sentí una súbita liberación. Me di vuelta para
despedirme, y apenas tuve tiempo de ver la terrible mirada del puma que
me apuntaba con el arma.
—Lo siento —dijo antes de disparar— yo también esperé mucho tiempo esta oportunidad.
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