Ednodio Quintero, autor venezolano |
Al atardecer, sentado en la silla de cuero
de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y
alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su
propia muerte. Se levantó con calma y entró en la sala. Y con gesto
firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó
la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el
estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y
casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta
del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó
la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron
la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde
siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete,
con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y
cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas
cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones.
Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo,
en semicírculo rodeamos al caido. Mi tío se desprendió del grupo, se
despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel
desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por
los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del
abuelo.
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