martes, 9 de mayo de 2017

Ligeia - Edgar Allan Poe


Ligeia
Y allí dentro está la voluntad que no muere.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su
fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que
penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hambre no se doblega a los ángeles, ni cede por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de
su débil voluntad.
(JOSEPH GLANVILL)

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Lady
Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi
memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el
carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la
penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en
mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e
ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta,
ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que
su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como
ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia,
acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras
escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera
mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón.
¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi
afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío,
una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo
confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las
circunstancias que lo originaron o lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu
al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas
tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron
el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de
Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada.
Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la
inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca
advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de
su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna
mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea
y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas
adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad
que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. «No hay
belleza exquisita —dice Bacon, lord Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y
genera de la hermosura— sin algo de extraño en las proporciones.» No obstante, aunque yo
veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su
hermosura era, en verdad, «exquisita» y percibía mucho de «extraño» en ella, en vano
intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo «extraño».
Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable —¡qué fría en verdad esta
palabra aplicada a una majestad tan divina!— por la piel, que rivalizaba con el marfil más
puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones
superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y
naturalmente rizados que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: «cabellera de
jacinto». Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los
hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la
misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente
curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el
triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la
suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los
dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían
sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las
sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la
suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios
Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me
asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que
en los de mi amada yacía el secreto al cual alude lord Verulam. Eran, creo, más grandes que
los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de
Nourjahad. Pero sólo por instantes —en los momentos de intensa excitación— se hacía más
notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza —quizá la veía así mi
imaginación ferviente— era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la
belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por
oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color.
Sin embargo, lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del
color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras
cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La
expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de
verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito que
yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de
descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas!
Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de
los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto
más atrayente, más excitante que el hecho —nunca, creo, mencionado por las escuelas— de
que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia
llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas
veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento
cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y
(¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del
universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del período
en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo
extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban,
dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese
sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces,
repito, en una viña que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una
mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la
caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos
estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede
verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el
mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y
no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos,
recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo
insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: «Y allí dentro está la
voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios
no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El
hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la
flaqueza de su débil voluntad.»
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta
remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia.
La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado,
o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones
no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las
mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era
presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía
yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban
y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la
placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste
con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su
conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre
los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier
tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí
alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la
naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último período, mi atención! Dije que sus
conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que
ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y
metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de
Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo tenía suficiente conciencia de su
infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo
de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años
de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con
qué etérea esperanza sentía yo —cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco
frecuentes, poco conocidos— esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación
ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una
sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a
mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la
oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos
misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante
brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo
saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que
yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado,
demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y
las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más
ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo
Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que
las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la
muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una
idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable
espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de
su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura.
Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu
indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave;
más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras
pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía
sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta
entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo,
el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza
de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de
un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había
merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de
que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo
soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de
Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su
ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz
de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de
vivir, sólo vivir.
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que
repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:
¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sinfín de las esferas.
Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Ven tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del «Hombre», y que es su héroe
el Vencedor Gusano.
—¡Oh, Dios! —gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al
cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos—. ¡Oh Dios! ¡Oh, Padre
Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez
vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la
voluntad y su fuerza? El hambre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con
ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las
palabras finales del pasaje de Glanvill: «El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por
entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.»
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria
desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo
que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo
común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo
tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las
más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste
vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos
melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los
sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del
país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió
pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de
aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en
la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una
compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los
suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas
cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me
había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes
cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos.
Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de
enajenación conduje al altar —como sucesora de la inolvidable Ligeia— a Lady Rowena
Trevanion, de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial
que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia
para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el
umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles
de la cámara —yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia— y, sin embargo,
no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria.
La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal
y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un
inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos
del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de
la inmensa ventana se extendía el entejado de una añosa vid que trepaba por los macizos
muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente
decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico,
semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de
oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con
múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la
vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el
lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una
colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago
de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas
tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay,
la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura —al punto de ser
desproporcionados—, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada
y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta
de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los
cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro,
cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de
diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de
arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy
común, que puede en verdad rastrearse en períodos muy remotos de la antigüedad,
cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples
monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a
paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una
infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o
nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente
intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás
de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Lady de Tremaine las impías horas
del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa
temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo
pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con
qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me
embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada,
etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con
más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba
habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de
la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje
vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la
desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado —ah, ¿era posible que
fuese para siempre?— en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Lady Rowena cayó súbitamente
enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su
inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de
la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica
influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el
restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve período cuando un
segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su
constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces,
tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el
conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal
crónico —el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible
desarraigarlo por medios humanos—, no pude menos de observar un aumento similar en su
irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De
nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves
sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un
comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con
más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había
estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los
gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las
otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los
sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo
no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa
en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y
aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos
de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me
probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no
había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le
habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo
la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí
que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la
alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había
una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la
sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada
dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino,
crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se
había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba
caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando
percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después,
mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer
dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o
cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo
con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que,
según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya
actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las
gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la
tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé
solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada.
Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí.
Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes
figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario
suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de
una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las
débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la
mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos
de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el
indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el
pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor,
permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia
del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi
ensueño. Sentí que venia del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una
agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir
algún movimiento del cadáver mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme
equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con
decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos
minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente
que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo
de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecible, que
no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón
dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber
me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en
los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero
la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca,
yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no
podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún
vacilante. Pero, al cabo de un breve período, fue evidente la recaída, el color desapareció de
los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban
doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y
un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez
cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el
diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas
visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido
procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se
repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi —claramente— temblar los
labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes
nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta
entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo
por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber
me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la
garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el
corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté
y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no
pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las
pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después,
el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez; el aspecto
consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días,
habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse
de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que
venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella
noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se
repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una
muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto
de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué
extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se
movió de nuevo ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más
horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y
permanecía rígido sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas
emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El
cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los
párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura,
podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte.
Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando,
levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera
peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente,
palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el
aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome,
convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco
desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena
viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Lady Rowena Trevanion de
Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El
vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Lady de Tremaine? Y las mejillas
—con rosas como en la plenitud de su vida—, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas
de la viviente Lady de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana,
¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué
inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a
mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y
entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos
desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se
abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. «¡En esto, por lo menos —grité—,
nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños
ojos de mi perdido amor, los de Lady... los de LADY LIGEIA!»

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